Teníamos 6 y 7 años, jugábamos a los amigos, sí, ya sé, ya lo éramos pero el juego tenía sus particularidades.
Montados sobre palos de escoba simulando corceles negros como el de El Zorro y dos maderitas de cajón de manzana unidas con un clavo (nuestras espadas), luchábamos día a día contra el mal. El objetivo era salvar a la hermosa chica del barrio, que se encontraba bajo las terribles garras del malvado monstruo del patio. Este espectro cambiaba de hábitat sin problemas, en el patio de casa siempre se escondía en la cueva que se formaba por un jazmín del cielo imponente y cuando el campo de batalla se trasladaba a su casa el
mostro se transformaba en un nogal gigante que nos atacaba lanzando nueces desde los más alto de su copa.
Eran batallas difíciles de llevar a cabo, a veces terminábamos luchando entre nosotros, espada con espada, para saber quién salvaría a la chica (representada por un póster de Flavia Palmiero en la Ola verde) y gastábamos nuestras energías compitiendo uno contra el otro.
A pesar de todo éramos inseparables, hasta que un día mi familia decidió mudarse lejos de aquel lugar.
En el verano del 93 vino a quedarse varios días a mi nueva casa en el barrio Isidro Casanova.
Otra vez teníamos que enfrentarnos al cruel y malvado
mostro, claro que ya no estaba el jazmín del cielo ni el árbol de nueces, asi que teníamos que reinventar al personaje malo que toda historia tiene.
Luego de uno o dos días de búsqueda, lo hallamos. Su nombre era Nahuel, un Ovejero Mantonegro el cual vivía en casa hacía ya varios años y que en anteriores batallas fue nuestro mejor compañero.
Al principio me dolió un poco que Nahuel se convierta en el ser despreciable de la historia, pero basandome en la política yanqui supe que podés encontrar al enemigo en tu gran aliado, sin importar el por qué ni el cómo.
Buscando armamento en el galpón, encontramos unas latas de pintura de 10 litros y una soga bastante larga que nos vendría muy bien para contrarrestar la envestida de Nahuel.
Mi casa tenía una terraza adecuada para jugar unas buenas series de penales o marcaditas, y Nahuel se encargaba de minar de soretes todo el campo de juego. El objetivo entonces era impedir el arribo de la bestia a la terraza y así poder disfrutar del fulbo sin el miedo a terminar con un sorete embarrado en la mano después de una volada fenomenal en el último penal de la serie.
El plan era el siguiente: atar las latas de pintura a los extremos de la soga (una lata por cada extremo), a su vez, atar la soga a la puertita de la terraza y dejar las latas en el borde.
En el preciso instante en el que se oía el bramido de Nahuel y sus gigantes patas subiendo las escaleras de cemento hacia la terraza a una velocidad asombrosa, corríamos hacia las latas de pintura y con un empujoncito las dejábamos caer hacia el patiecito, logrando así que la puertita se trabase contra su marco quedando anegado el único acceso al paraíso. Los 20 litros de pintura eran suficiente peso para bloquearle la entrada a la bestia y desistía al cabo de pocos minutos.
El plan era perfecto, pero como dijo el maestro Tusam, puede fallar.
Faltando pocos días para que mi compañero regrese a su hogar y con la victoria casi asegurada, todo se derrumbo cual castillos de peines.
Primer serie de penales del día, turno de patear mis 3 tiros. Había sólo atajado uno asi que debía convertir todos. Me mira fijo y me señala abajo a la derecha, lo asiento con la cabeza, pateo suave, pegadita al piso y el primero adentro. El segundo, fuerte, abajo, al medio, pasa entre las piernas y 2-2. Tercer penal y si convertía, primera serie del día para mí. Me paro desafiante, lo mido con la mirada y me sonrojo, hago tres pasos y el disparo me sale de puntin al medio, arriba pero con bastante potencia. La saca con la punta de los dedos y cae al patiecito golpeando en la cabeza de Nahuel. Se levanta de su siesta y arremete entre ladridos y atropello contra la escalera.
- Uhh, nos viene a buscar. Me dice.
- ¡Pronto, las latas! Le contesto.
Empujamos una lata cada uno y cuando la bestia, con espuma en su boca, pisaba el último escalón, la puerta pega en su hocico y le impide el ingreso.
Casi al mismo tiempo escuchamos una especie de explosión que venía de abajo.
Nos asomamos por el borde y vemos el desastre. El Koh-I-Noor de mi vieja, destrozado por la lata de pintura que cayó del cielo. Pintura por todo el piso, la ropa que estaba secándose dentro ya no servía mas que para trabajos de albañilería.
Como si hubiésemos visto a la mismísima muerte, con el rostro asustado y las piernas temblando, bajamos las escaleras a limpiar la escena del crimen. Lo único que logramos hacer fue sacar la lata del secarropas, cuando aparece la policía vestida de civil y comienza con el interrogatorio. Mi amigo muestra sus manos y dice ser inocente, mientras que 10 segundos antes las había limpiado en su remera, dejando las huellas de pintura estampadas en su espalda. Ya era tarde, no había chances de mentirle a una madre sin su Koh-I-Noor y con semejantes pruebas a la vista. Acepté la culpabilidad del hecho, dejando libre de culpa y cargo a mi compañero. Claro que el boludo se pisó solo pocas horas después.
Han pasado 16 años y aún tengo la imagen perpetuada en la memoria.
Han pasado 16 años desde que
dos poderosos y chiquitines hicieron mierda un secarropas y hasta el día de hoy no hubo reemplazo para el Koh-I-Noor, ni siquiera de otra marca.
Eso sí, la soga que sostenía las latas de pintura, hoy sostiene la ropa de la familia en el fondo de casa.